Santurrones de los Últimos Días II

Por la Intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, Amén.

Me levanté sosteniendo mis rodillas. A esta edad, no podía ya pedirle más a mi cuerpo. Dejé de creer en la Brujería, como el Padre de Smith, nuestro profeta, que fue bendecido e iluminado por el angel Moroni. Saqué del armario el vestido verde manzana que con tanto afán confeccioné para la cena de gala. Esta noche, nos visitaría el Gobernador y con su anuencia, mi esposo podría ser ascendido a un alto cargo. 

Yo le despreciaba, no quería sentir más su olor cerca de mi piel, sabia que su cuerpo estaba cargado de pecado e infidelidad. No entendía su prédica, pues nuestra vocación dejó de practicar la poligamia. Tal vez, necesitaría disponer de las piedras Urim y Tumim”, para poder descifrar sus sentimientos. 

Me bañé, sentí cada gota de agua como si fueran filosos alfileres atravesando mi piel. No encendí el calentador, necesitaba sentirme viva, aunque fuera por última vez. Rocié mi arrugada piel con el perfume de orquídeas que usaba desde que tenía 16 años. Cubrí mis várices con medias de Nylon, saqué de la caja los zapatos de cuero negro que había comprado especialmente para esta ocasión. Me maquillé modestamente y me tumbé en la cama, no sabía si escoger las pastillas o desgarrarme las venas. Preferí optar por otro método más idílico, tomé la bolsa donde envolvieron el traje y metí la cabeza en ella. Cerré mis ojos, pedí perdón a Dios. No había podido cumplir con todas mis metas, pero creo que a estas alturas, nadie lo hace. 

Ahora, entre la dificultad de respirar y las aluciones que ocasionaba la falta de oxígeno en el cerebro, me encontré caminando hacia la "Nueva Jerusalén", a mi paso encontré flores de colores exóticos, grandes cascadas de agua cristalina, que a ratos cambiaban de tonalidades. El cielo, de un azul celeste, iluminaba el valle y un sol radiante cuyos rayos color dorado podía visualizar en el horizonte, sin que mis ojos se marchitaran, guiaba mi sendero. No respiraba, ni reía ni lloraba. Flotaba en el aire, aunque de vez en cuando mis pies podían sentir la cálida textura de la arena plateada que adornaba el valle. 

A lo lejos, divisé la tribu de los lamanitas, los niños de piel verde azulada corrían libres en el campo. Lingotes de oro colgaban de árboles, azucenas perfumaban el ambiente y chamanes se reunían entonando cánticos de alabanzas. Un hombre se acercó a mí, me tendío su mano abrillantada, suspiré, en ese instanté una voz lejana me llamó: ¡Mamá, Mamá!. Mi cuerpo comenzó a sacudirse, exhalé una bocanada de aire, al abrir los ojos me encontré en mi cuarto, con el rostro pasmado de mi hija mirándome fijamente, abrazándome y sollozando. Mi viaje había terminado, no morí. No pude disfrutar de las bendiciones de los lamanitas. 

Me arrodillé, volvía a pedir perdón.

Mi hija, sin reprocharme nada, me acompañó en la oración. Por la Intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, Amén.

Santurrones de los Últimos días.

"Si tu JESÚS es mejor que mi JESÚS, tienes que probarlo" 



Por la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, Amén. Dios sabía, tenía que saber que en el fondo de mi corazón, sólo quería ser un buen Mormón. Morir y tener una vida más allá de la oscuridad. Sólo quería eso, ir al cielo y procrear hijos celestiales color amarillo, pero no como los orientales; si no amarillos como cada rayo de sol o como los lingotes de oro que los Lamanitas ofrecían a sus colonos. Estaba abstraído en mis oraciones cuando la vi llegar, fue como una aparición, se había puesto aquella lencería de cuero que me volvía loco, con encajes de color púrpura y una Boa de plumas que yo mismo le había regalado por su cumpleaños. Debo confesar, que disfrutaba cada minuto que mis manos permanecían atadas a la cabecera de la mancillada cama, la bola de plástico que había introducido en mi boca, limitaba mis expresiones, pero ella sabía elevarme al placer infinito,conocía muy bien como acelerar las palpitaciones y sofocar los sentidos. 

Jamás mi cuerpo permaneció desnudo frente a ella, el inmaculado Garment protegía mi humanidad de la impureza del adulterio. Era evidente que yo no quería un hijo fuera del Matrimonio, porque eso me haría un pecador y puedo ser de todo, hasta un monstruo, pero jamás un pecador. No esperaba dejarla embarazada,ella siempre creyó que mi "ropa mágica" la protegería. Se colocó la máscara y comenzó a azotarme, me castigaba y encendía la pasión, era una llama incesante. A estas alturas, ya no podía seguir hablando del Ángel Moroni. Ni su trompeta, ni el profeta Smith podían sacarme ya del libidinoso placer de su boca, de su caricias, ni de sus tacones puntiagudos que penetraban la piel de mi abdomen. 

Por la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, Amén. 

No pretendía usar el nombre de Dios en vano. Al terminar nuestros encuentros, siempre me ponía de rodillas y oraba junto a ella, porque su anhelo era morir, morir bendecida. Ya los Bautistas habían intercedido por ella, los Hindúes, habían festejado en banquetes y los católicos le habían impuesto penas de "Ave Marías y Padre Nuestros", que ella no había sido capaz de cumplir. Pero yo le amaba, amaba su rostro blanquecino, su cabello negro y la mirada profunda y centelleante que me apuñalaba el corazón cada vez que sus ojos se posaban sobre mí. Sólo yo, un buen Mormón, que le amaba con la Fe de mi convicción, podía hacer de ella una mujer de bien, sin pasado y sin pecado.

Pero ella no conocía de amor, sabía de castigos. Era una maestra con el Látigo, la Pala y el antifaz. Dejé sobre su mesa un buen fajo de billetes. Al final, todo terminaría mal, siempre el dinero cambia a la gente. Me fui, como el santurrón que aparentaba ser, el "elegido", el que va de "dos en dos", el de los últimos días. Ella sonrío desde la puerta, era cerca de la media noche, vi sus muslos asomarse por encima de la dormilona de seda. Encendí un cigarrillo, quise decirle "Te Amo", pero una persona que jamás ha sentido amor en su corazón puede entender la profundidad de esa palabra. De pronto, me encontré frente a la capilla, contemplando los pinos que adornaban la entrada y deletreando cada palabra que había sido grabada en la placa de mármol que identificaba a la congregación. Ahora yo estoy aquí y tu allá, es así. Sigo construyendo heridas, las cubro en círculos de oración. 

Al llegar a casa, cuelgo mi abrigo y acomodo el maletín sobre la biblioteca. Aquí sigo siendo yo, el esposo amable y el padre de Antonella. Brenda, mi mujer, me recibe con su sonrisa añejada y su perfume a orquídeas, el mismo que siempre ha usado durante décadas, ese que ya me da igual, como su piel, arrugada y vencida que no inspira deseos carnales. No quiero estar aquí, sino allá; atado a la cama, volviéndome indigno. No creas que sólo por dejar de tomar Café puedes ser un Buen Mormón.


Continuará.

África

Suena en el silencio,
más a menudo se siente,
son aquellas palabras que han dejado los seres,
y trascienden entre los chasquidos del fuego.

Siente... es la voz del agua que acaricia el alma,
Escucha el silbato del viento,
ÁFRICA!!! resuena entre mis ancestros.

Los Muertos no están muertos,
aún cuando la maleza suspira
y las hojas sollozan,
ÁFRICA!!! son mis ancestros,
y es la sombra que se alumbra,
la pasión que se espesa.

Miro en la arena, en la palma y en la montaña
voy entendiendo, que los muertos no están bajo la tierra
están dentro de ti,
de la raíz del árbol que da vida,
del trueno que ensordece
del rayo que ciega,
de la luz que oprime
en las multitudes,
en el silencio.

Esta es la voz del viento,
el soplo del ÁFRICA mía,
de mis ancestros muertos
que siguen en pie,
aún no desvanecidos
mi vida es ÁFRICA y no se han ido.

No están Muertos!
Están en la mirada del cazador furtivo
del cascabel que llama,
del verde del bosque
dentro de ti,
dentro de mi,
Son mis ancestros!

África es mi vida,
y en la madera que gime,
en las letras que esbozo,
en la hierba que llora,
en la piedra que golpea, siempre estarás tu.