Yo CREO.

"Soy un Soldado del Ejército de la Iglesia de... sólo soy un Mormón y los Mormones sólo deben creer, CREER"

LLegó el domingo, era el día del encuentro con el Padre Celestial. Mi Dios Americano, tan americano como un Big Mac. Adoroba mi ropa perfectamente planchada y blanca, tan blanca como la pureza de una niña virgen. Es raro usar ese término, porque no creo en Vírgenes. Mejor diré que se asemejaba a la pureza del Espíritu o la dignidad que tanto profesamos. Pienso que nunca debimos admitir negros. Hoy usaré una corbata roja. Mi exquisito accesorio carmesí. 

Sumergió las manos en la gélida agua que corría por el lavamanos, lavó su cara y miró a través del espejo los cuerpos desnudos que habían ofrecido sus carnes a la orgía. Sonrío con endemoniado encanto y pensó que tenía que ser así, los Mormones no deberían hacerlo con cristianos.   

Estoy convencido que Dios tiene un plan perfecto para mí. Voy a ser una obra tan grande que cambiará al mundo. Ha llegado el día de conocer cual será mi Misión, el momento más importante en la vida de cualquier niño Mormón. Yo soy diferente, YO CREO. 

Los dos hombres siguieron retozando en la cama mientas el Elder salía por la puerta vestido de vanidad y bañado en dignidad. Sobre la mesa de noche reposaba el Libro que contenía la palabra del profeta. Con él, los pecados serían lavados, evitando el indetenible descenso hacia la hoguera infernal. 

Debía sonreír, ser amable y no ingerir café. Pero eso no bastaba para ser digno. Debía creer, y yo sí que creía. Estaba convencido de la existencia de las dos planchas de oro que contenían nuestras reglas y la palabra del Padre Celestial que nos conduciría a vivir en un Planeta puro, lejano y libre de toda maldad e hipocresía junto a Jesucristo. Creía en ello, a pesar de que nadie las vió nunca.

Apenas terminó la reunión fui tras él. Era un niño, un blanco y delicado ser, debilucho, de baja estatura y con menos de veinte años.  Me sentí poderoso, lo llevé hasta mi casa con el deseo de corromper su alma, porque al fin y al cabo, yo haría algo grande por este mundo. Le dije que él y yo, pero sobre todo yo, habíamos sido llamados por el Ángel Moroní para estar juntos. Que no tuviera temor, lo que pasaría esa tarde sólo tendría que olvidarlo y todo estaría bien de nuevo. Ese era nuestro pequeño truco Mormón para lavar nuestros pecados: Olvidar Todo. 

De dos en dos fuimos llamados a visitar grandes ciudades, para salvar a la humanidad del Pecado. Éramos soldados de la Iglesia de Jesucristo, puerta a puerta ofrecíamos la palabra del Padre Celestial. Nuestro maravilloso Libro, escrito por el Dios Americano, sería su salvación, el boleto mágico que haría posible el abordaje de la nave divina que nos llevaría lejos de las guerras, de las enfermedades y de la maldad humana. Yo creo en Jesús, en mí Jesús, y así como él tiene su reino, seguro yo también conseguiré un planeta para mí solo, donde gobernaré y mandaré sobre miles de lamanitas que me servirán los más exquisitos manjares. Seré grande, porque Dios tiene algo preparado para mí. 

El Embrujo de la Guitarra (5 de Diamantes)

Decir adiós nunca fue fácil, mucho menos hacerlo con rosas frente a tu ataúd.

Allí estaba ella; con sus voluptuosas curvas, sonriente e impávida. Con su descarado ensimismamiento, cuyo corazón de feldespato maldecía todo tipo de sentimientos. Su cuerpo, que antes había sido alimentado de pasión y esperanza, no aceptaba manos extranjeras. ¡Qué descaro de amor!. Sólo un golpe bastaba para acabar con su arrogancia, sólo uno.

La Habitación era oscura, rodeada de muebles de madera y bibliotecas repletas de libros. Una gran alfombra de color verde cubría el centro del salón. Un ventanal proveía de vista hacia el jardín, cuyos árboles de pino, perfumaban las desequilibradas mentes. Una cortina azul oscuro, aterciopelada y sujetada por un elegante cordón, impedía el paso de la Luz. Ahora debería estar en las tinieblas, era su condena.

¡Qué asqueada se sentía la razón!. Pidió un hábito como mortajas. La Inmunda Fe lo había arrastrado de rodillas hasta Dios. Rezaron el rosario mientras el féretro se hundía en la oscuridad terrenal, camino al paraíso oscuro. Era domingo y el ambiente se espesaba de amargura. La tristeza calló las voces de aquellos que, como Cuervos hambrientos de carroña, habían acudido a despedir a Emilie. Rosas blancas tapizaron el ataúd de la Joven, ya no había más de aquella sonrisa perlada y esa piel blanquecina que dejaba ver la azulada marca de las venas palpitantes de sangre. Ya no había más de sus cánticos nocturnos. Sus vestidos blancos y desenfadados se quedaron colgados, como la razón, en el armario de su habitación. Ni qué decir de aquella melena rubia que cubría la porcelana de su rostro, todo se había ido. Ya no había más, sólo algo era seguro; estaba muerta. 

Su habitación era un santuario. Un templo de inocencia, en cuya mesa de noche, reposaba lo único que le quedaba de su asesino, una baraja que, irónicamente, representaba el orgullo familiar: El 5 de Diamantes. En la esquina estaba ella, el único testigo mudo, sólo podía contar la historia a través de su música, pero era mezquina, su ego se alimentaba de elogios, ni la perpetuidad alcanzaría para hacerla confesar, su vanidad perenne, su odiosa e insolente altivez, la habían condenado a adornar la esquina del salón, junto a todo lo olvidado. 

Aquella tarde, cantó el Ave María como ofrenda a la Virgen. El sonido de las cuerdas de la guitarra taladreaban la mente del Padre Elías. La imaginaba desnuda, cubierta solo por un velo negro, perfumada con aceites de almizcle, el condenatorio olor de la perdición. En sueños húmedos, sus labios rozaban cada parte del cuerpo, esa piel entumecida y áspera se había convertido en una obsesión. Su enfermizo enamoramiento ya le había marcado el cuerpo. En una ocasión, tomó la guitarra y la acurrucó entre sus piernas, pero ella, rechazando el roce de sus impúdicas partes, como si se tratara de un azote divino, rompió una de sus cuerdas y le hizo sangrar el pecho, cuya cicatriz había sido cubierta por el Abate con un grabado particular. 

La niña siguió cantando. Ese tararear de ángeles le incomodaba a tal punto de odiarla. Porque ella, con su perfección, había desplazado a la guitarra en hermosura. Pero no era la hermosura de su belleza lo que a él le importaba, estaba embrujado. El sonido de las cuerdas le activaba las pulsaciones y disparaba sus sentires, como si una metralla invadiera su cuerpo e hiciera explotar un mar de sensaciones, sentires perversos y dementes.

El día de su muerte, Emilie fue hallada por el Padre Elías jugando con un mazo de barajas. Le había salido perfecta la jugada. En venganza por el régimen de esclavitud a la que sometía a la Guitarra, la había acusado de Hereje y de practicar la adivinación. La niña corrió hasta su cuarto y se acurrucó entre las sábanas. El religioso se paró junto a ella, miró a la guitarra y la cubrió con la túnica negra para que no mirara aquella felonía que estaba a punto de cometer. Después de todo, estarían juntos, hombre y guitarra, guitarra y hombre para siempre.

Su cuerpo desnudo asustó a la niña, casi se ahogó con el pañuelo que su verdugo le introdujo en la boca, boca virginal, que jamás había pecado. Dos lágrimas corrieron por su mejilla, cuando tuvo el pecho del sacerdote junto a su rostro, el asombro no pudo disimularlo, el tatuaje que cubría la marca de la infamia podía salvarla, o por lo menos hacerle justicia, pues sabía que aquella tarde, lenta o rápidamente, habría de elevar su espíritu. 

Entre el forcejeo y el ahogo, tanteó una baraja sobre la mesa: 5 de Corazones. El Clérigo colgó una cuerda en uno de los barrotes que servía de apoyo al ventanal y le dio la opción a Emilie de terminar con su vida. Caminó como autómata y entre sollozos, acomodó la cuerda entre su cuello, de un salto, su luz se apagó para siempre. Ese día, en la hora del Angelus, el Padre Elías informó sobre el suicidio de la niña. 

La Guitarra ya no podía cantar por sí sola. Se negaba a emitir palabra alguna, lo miraba con desprecio avergonzada por el amor impuro. Cuando no pudo más, él la tomó entre sus brazos, bajó la sotana y la recostó sobre su pecho. La vió reir, se reía tan estrepitosamente que sus manos comenzaron a temblar, se estaba burlando de su amor, de su sinrazón y de la vida. Se levantó rápidamente y enjugó sus lagrimas, se lavó el rostro y ante el deshonesto espejo se acarició el 5 de Diamantes que llevaba tatuado en el tórax. Miró de nuevo a la guitarra, sólo un golpe bastaba para acabar con su arrogancia. 

Continuó riendo, con esa risa malévola que le atormentaba la mente. Se abrochó la Sotana y salió por el largo e iluminado pasillo del Manicomio, mientras observaba a otros dementes vestidos como príncipes, caballeros andantes y Reinas. No le dio importancia y se sentó junto a los demás, que como él habían utilizado el hábito como mortaja.

FIN

África

Suena en el silencio,
más a menudo se siente,
son aquellas palabras que han dejado los seres,
y trascienden entre los chasquidos del fuego.

Siente... es la voz del agua que acaricia el alma,
Escucha el silbato del viento,
ÁFRICA!!! resuena entre mis ancestros.

Los Muertos no están muertos,
aún cuando la maleza suspira
y las hojas sollozan,
ÁFRICA!!! son mis ancestros,
y es la sombra que se alumbra,
la pasión que se espesa.

Miro en la arena, en la palma y en la montaña
voy entendiendo, que los muertos no están bajo la tierra
están dentro de ti,
de la raíz del árbol que da vida,
del trueno que ensordece
del rayo que ciega,
de la luz que oprime
en las multitudes,
en el silencio.

Esta es la voz del viento,
el soplo del ÁFRICA mía,
de mis ancestros muertos
que siguen en pie,
aún no desvanecidos
mi vida es ÁFRICA y no se han ido.

No están Muertos!
Están en la mirada del cazador furtivo
del cascabel que llama,
del verde del bosque
dentro de ti,
dentro de mi,
Son mis ancestros!

África es mi vida,
y en la madera que gime,
en las letras que esbozo,
en la hierba que llora,
en la piedra que golpea, siempre estarás tu.